martes, julio 27, 2004

Pisando fuerte

En este país (no sé yo en otros, que estoy muy poco paseada) los encargados de diseñar lo que nos ponemos se rigen por estereotipos. Eso no sería malo, claro, si no fuera porque se han quedado en cuando éramos todos bajitos y morenos. Al igual que los fabricantes de camisas piensan que basta con un par de palmos de manga, los artesanos del calzado dan por supuesto que un pie del 41 va a ser todo él macizote y rechonchón.

A estas alturas, lo de las mangas, mira, ya he asumido que nunca podré tener la elegancia de un Enrique Iglesias y, puesto que igualmente va a salírseme medio metro de brazo, suelo arremangármelas un poco, para disimular, en un desenfadado look Miami Vice. Qué pasa ¿no estaban volviendo los 80?

Pero con el calzado ya es otro cantar, que meto el pie en un zapato de mi número y parece el badajo de una campana; y lo malo es que tengo el vicio de usarlos para caminar. En invierno, ningún problema, van los pies tan holgaditos y cómodos que ni callos ni llagas ni gaitas. Pero en verano es otra historia.

Bueno, al principio no, me pongo las sandalias y qué relax, sin tira que oprima ni hebilla que roce, y los dedos asoman tan felices que, como en aquel anuncio de cerveza, parece que se van a poner a cantar (en el sentido musical de la expresión). Pero luego resulta que el tren sale a una hora determinada y que tengo 12 minutos para hacer un camino de 14, hazaña posible aligerando el paso, y... bueno...

Cada vez que levanto el pie, para evitar que, al depositarlo enérgicamente en el suelo, la sandalia se haya desplazado esos 5 centímetros precisos para que –¡au!– el talón se me clave en el puente (justo ahí donde la carne es blandita y debe de haber una convención de centros neurálgicos), y para no convertir en dianas las cabezas de las criaturas inconscientes que caminan delante de mí, no me queda más remedio que agarrotar los dedos apretándolos hacia abajo, para intentar sujetar la sandalia. Este gesto, aparte de convertir el caminar en un movimiento que más que grácil llamaría pisa-uvas (sin olvidar ilustrarlo con mi mejor cara de "que me mato...ay, pero corre...que me matoo"), produce sus buenas rampas y un dolor de sóleos que tiene el detalle de acompañarme todo el día.

Eso sí, entre esa musculación extra y los callos que debo de tener en los huesecillos de tanto torcerme el pie (a cada imperceptible desnivel del camino la sandalia se traba y el pie se sale, torciéndose graciosamente) no creo que vuelva a romperme un tobillo en la vida; que digo yo que debe de ser como eso de que si tomas una dosis mínima de veneno cada día, acabas inmunizado.

También estoy intentando erradicar la costumbre ésa tan fina de cruzar las piernas, que yo lo hacía y me sentía muy Grace Kelly... hasta que me di cuenta de que el desahogo de las tiras provoca que el zapato se deslice hacia abajo y asomen los dedos cual teatrillo de títeres. Claro que... hmm...  ¿Y si les pinto caritas y me siento en Las Ramblas, moviéndolos y haciendo ruiditos?

De ésta me voy al Caribe, seguro. Yuju.

2 Comments:

At 10:01 p. m., Anonymous Anónimo said...

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