sábado, mayo 08, 2004

Mano dura

Durante estos cuatro días vuelvo a ser la más deseada y la más odiada, simultáneamente, del mundo de la viñeta; la señorita Rottenmeyer de acreditaciones.

Eso sí, después de tantos años, ya no me engaña nadie. A mí que no me venga uno con su acreditación perfectamente colocada e intente hacerme creer que es autor ¡mentira! Con el tiempo he comprobado que no hay ni un autor que haya recibido la acreditación y, en todo caso, que no la haya olvidado en casa, perdido, o que no se la hayan un par de veces. También he constatado que ser autor conlleva cambiar cada año de domicilio y, a la vez, incapacita para comunicar el cambio. Pero son tan monos… hay que verlos, con esas caritas de angustia, intentando convencerme, dispuestos a vender a su madre para que les crea y les dé una de ésas cartulinas de colores que reparto.

Luego están los periodistas, tan distintos y tan felices ellos (vale, Tindriel, algunos), pretendiendo que les acredite sin tener ni siquiera una triste tarjeta de visita que demuestre que trabajan en algún medio, y la cara de incredulidad que se les pone cuando les digo que no; hay que ver cómo me atrevo. Pero es que no saben lo mala que soy.

Para que mis experiencias sirvan para algo, un par de sugerencias o consejos por si alguna vez tenéis que enfrentaros a un palo seco como yo: una carta que diga quiénes sois y para qué queréis entrar acostumbra a ser útil, sobre todo si tiene membrete. Si esto no funciona, está El Gran Remedio: antes de ir a charlar con el acreditador de turno, os hartáis de ajo y coñac y os fumáis un buen puro. Es importante (básico) mostrarse dicharachero y charlatán y, sobre todo, acercársele mucho. Gozaréis del espectáculo de ver como se va congestionando -es lo que tiene dejar de respirar- y como su férrea resistencia va flaqueando. Y si aun así no funciona, volved al día siguiente, pero sin haberos duchado. Entráis seguro.