miércoles, mayo 12, 2004

¿Quién dijo miedo?

Una vez fui a esquiar, una sola, cuando tenía 17 años. Mi novio de entonces, que había aprendido a esquiar antes que a caminar, me enseñó a ponerme los esquís, me dijo “Esto es la cuña y sirve para frenar. A ver... así... vale” y añadió ”Vamos al telesilla”.

Como soy muy previsora y pensé que si se me caía un esquí desde allí arriba igual le daba a un cervatillo y ya me veía torturándome el resto de mi vida (que desde que vi la película soy muy sensible para eso de los bambis), opté por montarme en el aparato ése con los esquís en la mano. Al sentarse, el telesilla efectuaba un súbito movimiento hacia abajo para elevarse después con un airoso deslizamiento de esquís en la nieve. Si los llevabas puestos, claro. En caso contrario, se te clavaban los pies en el suelo y el primer empujón del banco volador servía para incrustarte de morros en la nieve.

Cuando conseguí levantarme con ese gesto garboso del lo hago siempre (en el que tengo tanta práctica), me volví a montar (esta vez levantando los pies) y me planté en el inicio de la pista elegida por mi novio.

Cuando vi la pendiente que tenía delante se me pusieron los pelos un poco de punta. Qué distintas que son las cosas según la perspectiva; desde abajo, la pista de principiantes me había parecido incluso amable, pero desde allí... dios, aquello no era una bajada, era un acantilado. Ni cuñas ni gaitas, sólo se podía bajar rodando. Seguramente, los presentes ese día en la pista todavía recuerdan el espectáculo; yo arrojándome desesperada a la nieve cada medio metro, para no matarme, y él arriba y abajo, girando las caderas, esperándome, con esa soltura insolente de los esquiadores casi profesionales.

Luego, para mi tranquilidad, me enteré de que a mi novio se le había ocurrido la genial idea de que el mejor sistema para aprender era llevarme, así de entrada, a una pista negra. Y vaya si aprendí... a escaquearme.

Mi novio de ahora es muy distinto, Él no me haría nunca una cosa así. Vamos, ni loco. Él sólo me lleva a edificios y hospitales habitados por cosas con piernas en la cabeza que escupen, niñas sospechosas y... hmm... entes? con unas espadas que... buf! Pero no me deja sola, se queda en la puerta vigilando y me avisa si aparece el peor de mis terrores ”¡que viene un pollo!”.