lunes, abril 25, 2005

De casualidades y de Murphys

Hace más de cuatro años que trabajo en el t2(*); cuatro años de salir a las tantas, casi siempre corriendo para pillar el tren, que si se me escapa es media hora más de morriña de hogar y zapatillas, y a esas horas de la noche.

Para que no decaiga mi nivel de rarismo, suelo jugar a cosas como multiplicar matrículas, retransmitir interiormente llegadas a la meta mientras adelanto a algún peatón-objetivo, hacer anagramas con los nombres de las tiendas o repetirlos muy seguido hasta que pierden el sentido… Esos más de cuatro años están llenos de días (unos cientos, miles o lo que sea, que no me voy a poner a contar ahora) en los vengo haciendo dos juegos. Uno, adivinar cuál de los dos ascensores del edificio aparecerá para bajarme a la planta baja, y dos, al cruzar la última calle antes de llegar a la estación, mirar un pirulí de ésos que dan la hora y la temperatura, alternativamente, para ver si tengo que apurar el paso en esos últimos metros o si puedo dejar que los pulmones se relajen.

Lo de los ascensores se me da bien, podría decir que en el 99% de los casos he estado delante de la puerta que se ha abierto, pero el pirulí… me sobrarían muchos dedos de una mano si contara las veces que cuando le he echado el ojo no me está contando a cuántos grados estamos. Y mira que hay posibilidades, eh, que cambia cada muy pocos segundos, pero nada. De hecho, ya no es un juego sino un reto, a ver cuánto tiempo más aguanta haciéndose el chulito. Yo hago como que no me importa y paso mirando de reojo, pero unos metros más allá, al oír el clec-clec del cambio, no puedo evitar volverme.

Si algún día os cuentan que en Barcelona hay una loca que, hacia las 10 menos cuarto de la noche, anda con paso vivo y la cabeza vuelta hacia atrás, sed condescendientes, es que tengo que saber si se me escapa el tren.

(*) Aquí tendría que aclarar lo del t2, que para eso le he puesto estrellita. Digo yo, vamos

jueves, abril 21, 2005

L'àvia Cristina

Una de las personas que más he querido en este mundo y que más echo de menos es mi abuela por vía materna, l’àvia Cristina. Era una mujer menuda y rubia, con los ojos azules como el cielo y una larga melena que se recogía hábilmente en un moño. Era muy inquieta y siempre tenía algo en las manos; cosía, doblaba ropa o se agachaba para arrancar hierbajos mientras charlaba conmigo. Creía que a los demás nos pasaba igual y si me veía sin hacer nada me daba un trozo de tela para que hiciera un pañuelo cosiendo un dobladillo alrededor, no importaba si quedaba torcido, o me daba un papel y unos lápices para que dibujara. Los papeles solían ser antiguos envoltorios de paquetes; de la farmacia, de la mercería, del pan... que ella desarrugaba aplanándolos cuidadosamente con las dos manos y guardaba en un montoncito, en la cocina. Era muy ahorradora, porque había vivido la guerra.

El hecho tener su mismo nombre me hacía sentir cómplice y me unía a ella especialmente, como si hubiera cosas que sólo fueran nuestras, que los demás no pudieran entender. Por suerte pasamos mucho tiempo juntas, y los recuerdos que tengo de ella y con ella alcanzarían para escribir un libro. Su manera de andar, su risa, su peinador sobre los hombros, su tranquilizadora respiración cuando me dejaba meterme en su cama (yo solía soñar que se incendiaba la casa y tenía miedo), sus meriendas (siempre especialmente ricas), sus bromas, sus gafas (que me dejaba poner hasta que yo terminaba mareada como una sopa de tanto ver bailar el suelo), los relatos de sus diabluras de niña traviesa, sus manos –grandes, huesudas y ágiles- haciéndome trenzas…

Recuerdo especialmente los olores que la envolvían. El de los cajones al abrirlos, el de la cocina económica, el del brasero, el del pan con vino y azúcar, el del flit anti-mosquitos que tiraba con aquella mancha rellenable, el de su ropa, el de chocolate de canela…

Los olores se acomodan en rincones de nuestro cerebro y se hacen los dormidos, pero chisporrotean, más vivos que nunca, al reconocerse en algún aroma casual. Inundan nuestros sentidos y nos devuelven a sitios de los que no quisiéramos habernos marchado nunca.