De casualidades y de Murphys
(*) Aquí tendría que aclarar lo del t2, que para eso le he puesto estrellita. Digo yo, vamos
No sé qué miro en este
fijo rostro de vidrio,
pálido entre las luces
finales, y aún despierto.
¿O es mi sueño en lo oscuro?
V. Aleixandre
De casualidades y de Murphys
(*) Aquí tendría que aclarar lo del t2, que para eso le he puesto estrellita. Digo yo, vamos
L'àvia Cristina
Una de las personas que más he querido en este mundo y que más echo de menos es mi abuela por vía materna, l’àvia Cristina. Era una mujer menuda y rubia, con los ojos azules como el cielo y una larga melena que se recogía hábilmente en un moño. Era muy inquieta y siempre tenía algo en las manos; cosía, doblaba ropa o se agachaba para arrancar hierbajos mientras charlaba conmigo. Creía que a los demás nos pasaba igual y si me veía sin hacer nada me daba un trozo de tela para que hiciera un pañuelo cosiendo un dobladillo alrededor, no importaba si quedaba torcido, o me daba un papel y unos lápices para que dibujara. Los papeles solían ser antiguos envoltorios de paquetes; de la farmacia, de la mercería, del pan... que ella desarrugaba aplanándolos cuidadosamente con las dos manos y guardaba en un montoncito, en la cocina. Era muy ahorradora, porque había vivido la guerra.
El hecho tener su mismo nombre me hacía sentir cómplice y me unía a ella especialmente, como si hubiera cosas que sólo fueran nuestras, que los demás no pudieran entender. Por suerte pasamos mucho tiempo juntas, y los recuerdos que tengo de ella y con ella alcanzarían para escribir un libro. Su manera de andar, su risa, su peinador sobre los hombros, su tranquilizadora respiración cuando me dejaba meterme en su cama (yo solía soñar que se incendiaba la casa y tenía miedo), sus meriendas (siempre especialmente ricas), sus bromas, sus gafas (que me dejaba poner hasta que yo terminaba mareada como una sopa de tanto ver bailar el suelo), los relatos de sus diabluras de niña traviesa, sus manos –grandes, huesudas y ágiles- haciéndome trenzas…
Recuerdo especialmente los olores que la envolvían. El de los cajones al abrirlos, el de la cocina económica, el del brasero, el del pan con vino y azúcar, el del flit anti-mosquitos que tiraba con aquella mancha rellenable, el de su ropa, el de chocolate de canela…
Los olores se acomodan en rincones de nuestro cerebro y se hacen los dormidos, pero chisporrotean, más vivos que nunca, al reconocerse en algún aroma casual. Inundan nuestros sentidos y nos devuelven a sitios de los que no quisiéramos habernos marchado nunca.