jueves, abril 29, 2004

La jefa de mi amiga, V (*)

Han tenido que llevar al pc de la jefa de mi amiga al hospital, creo que tiene muchos virus y está muy grave, no saben si se salvará.

Evidentemente, mi amiga me lo ha dicho partiéndose de la risa, hay que ver. Dice que su jefa es muy (re)celosa y que le estuvo dando la vara ”¿yo por qué no recibo todos estos correos?”, mirándola suspicaz cada vez que ella le pasaba uno impreso; que la avisó de que se recibía mucha basura y virus, que era una tontería, pero que al final, para que se callara, le configuró el correo para que también recibiera el de la cuenta general.

Dice que la advirtió de que no abriera ningún mensaje que no supiera de quién era; incluso, aun sabiéndolo, que no lo abriera si no esperaba nada de esa persona, aunque por el asunto pareciera que la estaba saludando alegremente “Hi!”.

Pero, claro, la mujer no es tonta y en seguida dedujo que tanto interés por parte de mi amiga era, sin duda alguna, porque ésos debían de ser precisamente los mensajes que traían jamones y regalos.

Cuando el pc empezó a hacer el burro, mi amiga fue a averiguar por qué. ”No habrás abierto ningún correo sin conocerlo, no?”, le preguntó. ”Bueno... yo...” replicó, insegura. ”Pero si te dije que" pero la jefa (olé sus destos!) se acordó de quién mandaba ahí y la cortó, orgullosa, “los abro todos, porque si se toman la molestia de enviarme algo, tendré que leerlo, no?”.

Pobre mujer, qué culpa tendrá ella. Hmm... yo no descartaría que los virus se los pusiera la envidiosa de mi amiga, para volver a quedarse con el correo para ella sola. Menos mal que su jefa no desfallece.


(*) Número del capítulo dedicado a Marco, por contar uno de los chistes que más me ha hecho reír en la historia de los chistes. Aparte del submarino, claro.

martes, abril 27, 2004

Tres deseos

Yo creo en algunas cosas que, vale, no se habrán demostrado empíricamente, pero es que si las analizas caen por su propio peso.

Una de esas cosas son las hadas; no tengo ninguna duda de que existen. Por un lado, las monjas me inculcaron que tengo que ser buena, paciente y tenaz; que no importa lo que ocurra, si me mantengo firme y voy poniendo mejillas, al final seré recompensada. Por otro lado, mi experiencia como gran consumidora de Andersen y hermanos Grimm me enseñó que la recompensa siempre es o un príncipe rico, soltero y guapo, o una hada. Y debido a que los príncipes ésos, con sus melenitas y sus mallas, me dan más mala espina que otra cosa, ya hace tiempo que me pedí el hada.

No sé si va a ser alada y etérea, una manzanita sonrosada, o si tomará la forma de dulce y desvalida anciana (que les gusta mucho), pero lo que sí sé seguro es que tarde o temprano se me aparecerá la que me toca a mí. Vamos, que para eso (carraspeo) me estoy portando tan bien y soy tan sumamente buena, que si no, ya me dirás de qué.

Y como fijo que me quiere premiar con los tres deseos, ya los tengo preparados, no sea que me pille desprevenida y pierda esa única oportunidad.

El primero, como buena (y modesta) materialista terrenal, va a ser el típico billete inagotable de 50 euros; que siempre que meta la mano en el bolsillo haya uno listo.

El segundo no lo tengo muy claro, varía según el día y sus circunstancias. Dudo entre la invisibilidad, la facultad de imitar voces, la super velocidad, la transportación... en fin, cualquiera de esas cualidades tan prácticas.

El tercero sí lo tengo claro; puesto que las cosas, por mucho que me resista, se empeñan en ir siempre por donde quieren, me voy a pedir el botón on/off. Para el cerebro.

Si a alguno de por ahí -que os conozco- se le ocurre pensar "le voy a explicar a Cristina como es eso de las hadas", aviso de que correrá la sangre. ¿O acaso habéis no visto vosotros a alguna?

miércoles, abril 21, 2004

20 de abril, Mireia

Mireia siempre ha tenido las cosas muy claras, eligió cuándo iba a nacer y cómo se iba a llamar. Todo estaba listo para el 7 de abril (14, a lo sumo), pero ella decidió esperar hasta el 20. Se llamó Elisabet, pero se fueron todos a comer y, al quedarnos solas, me miró desde su cuna de cristal y sus ojos me dijeron que quería llamarse Mireia.

Mireia es dulce y suave; se mueve despacio y sus manos blancas y finas no tocan, acarician.

Me gusta mirarla, sus gestos parsimoniosos y tranquilos convierten cualquier nimiedad en un ritual importante. Se come los pasteles y los helados poco a poco, girando el plato, convirtiendo el postre en una bola menguante. Le gusta el pan de molde, se come la corteza y con la miga forma un canalón que desaparece con mordisquitos pequeños. A Mireia le gusta levantarse temprano para que el tiempo le alcance, aunque casi siempre acaba yendo al instituto apresurándose con sus largas zancadas, tan ágil que parece que flota. Mireia es alta y delgada, y cuando sonríe se le arrugan las mejillas y los ojos. Si se dejara, no me cansaría de abrazarla.

Mireia es rebelde, nunca ha concebido el porquesí y le cuesta aceptar que no puede hacer nada contra las injusticias. Le preocupan y angustian cosas que yo (ahora) ya sé que no son importantes. Me gustaría ahorrarle ceños fruncidos, noches en blanco y conversaciones pendientes, pero tiene que crecer a pesar de mí.

Tímida y silenciosa con los extraños; ingeniosa, divertida y brillante con los amigos, hace meses que brilla con otra luz, la que hace estremecer cuando te mira y explotar cuando te coge las manos y se ríe contigo.

Creo que Mireia es feliz ¿acaso importa algo más?

jueves, abril 15, 2004

Lidia 2

Al salir del túnel, le sorprendió el ruido que hacían las gotas contra el cristal, parecía que quisieran atravesarlo para resguardarse de la lluvia. Se había puesto a llover sin avisar, siempre se le olvidaba mirar la previsión. Se sintió un poco estafada, no había sido un día oscuro, frío o húmedo; al mediodía, el aire remoloneaba, seco, por los rincones de los portales, y el sol saltaba entre cuatro nubes claras; había pensado que ya era primavera. Quizás después había pasado algo que le había hecho enfadar.

A Lidia no le gustaban los paraguas, prefería mojarse a tener que andar tintineando por las paredes, intentando conseguir ese equilibrio imposible que no la dejara seca de un lado y chorreando del otro, y bailando con el viento para que no se lo quitara. Le gustaba pensar que no le importaba mojarse, lamer las gotas que caían cerca de su boca, llegar a casa, cerrar la puerta (dos vueltas), secarse el pelo, ponerse el pijama y comerse un bocadillo. O un sándwich.

La calle estaba llena de coches mal aparcados; la gente salía de la estación con pasitos cortos y rápidos, se metía en ellos deprisa, sacudía la cabeza y sonreía, explicando algo a la sombra del volante. Lidia se preguntó si coger un taxi sería como pagar por un poco de cariño.

Se subió el cuello del abrigo, se abrazó, cubriendo el bolso, y anduvo calle arriba.