martes, diciembre 30, 2003

30 de diciembre

Mi madre es una mujer que tiene una gran capacidad para ilusionar y crear fantasías, y de pequeña me llevaba al huerto continuamente. Vale que yo la ayudaba con mi soberana ingenuidad (con lo tonta que era, vamos), pero es que la mujer se lo curraba de maravilla. Nos contaba historias con final trampa, o soltaba frases de ésas a las que tienes que responder con determinada pregunta para que el otro se parta el pecho, y yo siempre caía. A veces he intentando emularla, pero es casi imposible; me he encontrado, por ejemplo, repitiendo expectante ”había muerto, ¿lo entiendes?”, “que le encontraron muerto”, “abrieron la puerta y ¡estaba muerto!”, esperando ansiosa que mi interlocutor suelte la pregunta clave que me permitirá echarme unas risas a su costa, pero lo único que he recibido son intentos de calmarme ”ah, ya”, “que sí, hombre, que sí”, “ya, ya, tranquila”.

Entre los traumas que la buena mujer me creó (vale, es broma), recuerdo especialmente el día de hoy, 30 de diciembre, el día de “l’Home dels Nassos” (El Hombre de las Narices). Se decía que tal día como hoy, salía a la calle un hombre que “tenía tantas narices como días faltaban para terminar el año”.

El caso es que de repente, mi madre entraba en casa conmocionada, gritando ”¡acabo de ver a fulanito y me ha dicho que ha visto al home dels nassos por el camino de la granja! ¡corred, corred!”. Y lo decía tan convencida y emocionada, que yo dejaba pitando lo que estuviera haciendo y salía disparada a la calle, para recorrer jadeando caminos y recodos, en busca de no sabía exactamente qué.

Volvía a casa desalentada por el fracaso, que mi madre se apresuraba a atenuar con un “oooh... se habrá escondido... bueno, ya volverá a salir” para, al rato, volver a gritar ”¡corre, corre! ¡le he visto pasar por el camino de atrás!”. Y yo volvía a salir, espoleada por su excitación, rebuscando por todas partes, intentando pensar dónde me escondería yo si no quisiera que me vieran con tan terrible deformidad. Aunque la verdad es que ya digo que no sé qué buscaba exactamente; a pesar de mi exacerbada fantasía, nunca fui capaz de crear mentalmente esa terrible imagen, que debía de ser tan espantosa, pero que me atraía tanto a la vez.

Hubo un año (esta vez no se me escapa) en el que llegué a planear toda una estrategia para pillarle. Cogí la bicicleta y estuve toda la mañana trajinando por los caminos del pequeño pueblo en el que vivíamos, observando atentamente a toda persona que me encontrara, aunque fueran conocidos (si era tan astuto, igual se disfrazaba de alguien). Incluso estuve un buen rato agazapada tras los setos de un camino bastante transitado, por si se le ocurría... sin éxito, claro, porque hasta bastante más adelante no se me ocurrió pensar cuántos días faltan, el 30 de diciembre, para terminar el año. Ay.

Os estaréis riendo, ya sé, pero es que tendríais que oír a mi madre, es una artista, capaz de convencer al más escéptico con su entusiasmo... un momento, que me llaman...

¡Oh! ¡os tengo que dejar!, era mi madre, que le han dicho que este año, l’home dels nassos anda por Barcelona, ¡yujuuu!. Voy a echar un vistazo, a ver si hay suerte, luego os cuento.

domingo, diciembre 21, 2003

Lidia

Lidia lanzó su pensamiento lejos. Observó las mesas de alrededor; delante de la suya, un grupo de gente más joven; detrás, un grupo de gente mayor. Catálogo de identidades repetidas en escala, como un juego de espejos a través del tiempo. El jefe, condescendiente como un Mr. Scrooge después de una mala noche; el simpático de los chistes; la feúcha y probablemente eficiente; la mona y seguramente tontita; el pavero ligón; el serio anclado en algún siglo.

Lidia cruzó la mirada con una chica tan ausente como ella. Esbozaron una sonrisa cómplice, pero Lidia pensó que quizás si se conocieran se ignorarían, como hacían ahora con los demás.

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La gente se agolpaba en el andén, todos querían ser el primero. Entraron en el vagón disparados por los lados, como si un invisible dedo gigante hubiera taponado la puerta, desviando el chorro. Había una anciana de pie, tanteando asientos con la mirada. Lidia giró la cabeza.

Los niños volvían excitados del último día del colegio. Vio a las madres admirando los álbumes y los trabajos manuales, y recordó. Quizás entonces valía la pena. Una niña pequeña cantó “caga-tió, caga-turró” y Lidia se dio cuenta de que sólo ella en el vagón no sonreía. Quizás antes era distinto.

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Lidia se bajó y esperó a su hijo. No le vio, habría salido por el otro lado. Pero esperar le serviría de excusa para dejar pasar a toda aquella gente que ya se había bajado, deprisa. Era Navidad, quizás se les hacía tarde para recoger el trozo de felicidad que les tocaba.

Le vio desde lejos, esperando junto a la columna, y los sentimientos se mezclaron en su garganta; cariño (su sonrisa, sus gestos), orgullo (tan listo, tan guapo con su mirada ausente) y miedo (tan delgado, tan adulto, tan niño). Su hijo se colgó la mochila de un hombro y anduvo hacia ella, con las manos en los bolsillos del pantalón -demasiado ancho- sorteando gente cargada. Lidia se preguntó qué sentiría cuando la veía. Pensó en abrazarle -era Navidad- pero temió el rechazo de sus diecisiete años, y caminó a su lado. Se fueron calle abajo.
Una mujer revolvía las papeleras.

martes, diciembre 16, 2003

Inés

La mujer no parecía querer marcharse y a Inés le temblaron las manos de rabia contenida cuando le abrió otra caja (¿y aquél de allí arriba?). Seguro que no quería ese camisón, ¿para qué iba a querer ese camisón?. Sonrió, quizás incluso esa vieja tenía una vida más interesante que la suya. ”Es mono, ¿verdad? Pero es que no estoy segura... ay no sé... ¿sabes qué tiempo hace ahora en Albacete, nena? Claro que en el hotel seguro que hace calor, porque en...”. Se dio cuenta de que su sonrisa había alentado a la mujer y se la sacudió con un gesto, frunciendo el ceño. ”Creo que no tenemos lo que usted busca”, la cortó. Y empezó a cerrar cajas.

La mujer, aturdida, cogió el bolso y se fue sin decir nada.

Inés se encerró en el almacén, se apoyó contra la puerta y encendió un cigarrillo.

sábado, diciembre 13, 2003

Cora Reloaded

Ha vuelto, no sé por cuanto tiempo.

miércoles, diciembre 10, 2003

Yo también, RAM

Normalmente no utilizo esto como un diario, las cosas que hago cada día no son nada del otro mundo y más bien creo que aburrirían al mejor dispuesto. Pero con el bajón del regreso, me he sorprendido merodeando por los otros blogs, a ver si me hablaban de la RAM y me ponían la sonrisa bobalicona, y he pensado que, en correspondencia, también yo debería hablar de mi RAM.

Oh… vale, genial. Y ahora no sé qué decir. Son demasiadas cosas para cuatro líneas.

De todos.
Viaje divertido y muy largo, (qué lejos está Murcia).
Coches perdidos, curvas, tractores, coche sin luces.
Primera noche agotadora (gente, reencuentros, conversaciones –pendientes o no, deseadas o no).
Pelafustanes, qué decir si ya (que sí, que os escuchamos).
Amigos y no tanto, risas, conversaciones, juegos, cafés, cansancio.
Autocar, carrozas (ccg), trenecito quemando neumáticos, chucky, encerrona radiofónica (no me jodas, antonn, no me jodas), encerrona teatral (uf), dormir, patatas, trenecito quemando frenos, gente, autocar, risas.
Miedo, sombras, voces, magistral rapun, magistral antonn.
Tristeza, abrazos, besos.
Viaje muy largo (qué lejos está Barcelona). Axque y el susto, sueño, ojeras, lluvia (¿el cielo acompaña?), tren, casa, melancolía.

Mío.
Por fin Él, por fin almu, risas, besos, risas, brazos, risas, masajes, ruidos nocturnos, ping-pong, crosquis, viejos juegos con nuevos métodos, frases (in)equívocas, manos, palabras, bocadillos, preguntas, rumores (más risas), sombra rozando, miedo, fotos, voces (mi terrorífica niña incluida, ¿telépazi?), película, qué sueño.
¿Ya está?. Melancolía.

Lujo.
Montse, Nacho (mi niiiño, el cuerpo), Antonn, María del Mar, Tina y Antonio desviviéndose.
Hay gente así.

viernes, diciembre 05, 2003

Cosas que me gustan - 9 y 10

Me gustan las escaleras mecánicas que se activan cuando las pisas.

Cuando estoy en un sitio en el que sé que hay de ésas, voy un poco más deprisa (disimuladamente) para llegar la primera. Empieza suavemente pero se acelera enseguida, con un tirón (¡uuuyup!).

Me río por dentro porque los pies, asentados en el escalón, durante esas milésimas, se asustan pensando que igual el cuerpo no quiere venir. Qué bobos.

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Me gusta ver a mis amigos.

Voy a marearme, cansarme, divertirme, esconderme, excitarme, enfadarme, reírme, jugar, comer, no dormir, hablar, discutir, besar, escabullirme, buscar, pensar, abrazar, cantar, aprender, disimular...

Los cuatro días mágicos.

lunes, diciembre 01, 2003

Miedo

Soy una de las personas más miedicas que conozco. Soy capaz de pasar, en pocos minutos, del estado más apacible y tranquilo a meterme en la cama, tapada hasta las cejas, hecha un ovillo para que nada pueda tirarme de los pies. Para ello, sólo basta que deje vía libre a mi imaginación para que sea ella la que busque explicación a determinado ruido que me ha parecido oír o a determinada sombra que parecía moverse en la pared.

Mi relación con las películas de miedo es curiosa. Puedo verlas tranquilamente y reírme de lo patéticos que están Jason y el de Scream con sus máscaras, de lo poco reales que resultan Chucky y Freddy, y murmurar, con esa media sonrisa autosuficiente que se me da tan bien, que mira que hay que ser tonto para creer que esa transparencia blancuzca es un terrible fantasma. Lo malo es que cuando desconecto la tele me los encuentro a todos rondando por el pasillo de casa y jugando a carrerillas, pasando por delante de la puerta de mi habitación casi sin hacer ruido y soltando ráfagas de aire frío. Por eso he decidido que mejor no las veo.

Cuando era pequeña, antes de acostarme, miraba debajo de la cama y dentro del armario, no fuera a haber algo. Pero un día, alguien me preguntó qué haría si al mirar me encontraba con unos ojos a un palmo de mi cara. Y, claro, dejé de mirar. Eso sí, seguí metiéndome en la cama de un salto, desde lejos, para evitar que un brazo extraño me agarrara del tobillo. Y aún ahora, a estas alturas, hay días en los que, al ir a encender la luz, vacilo ligeramente pensando que qué si en lugar de tocar el interruptor toco una mano de fantasma bromista.

Me dan miedo los monstruos, los locos asesinos y los muertos que vagan por ahí esperando no sé qué, incapaces de descansar. Pero hay una cosa que me aterra (aparte de beor vestido de cosa rara de rol), los niños. Ir por una calle solitaria o por un pasillo oscuro y encontrarme con el abuelo ése de Poltergeist, mira, asusta pero entra dentro de lo normal y esperable; supongo que pegas un grito y corres, o te da un infarto y mueres, y a otra cosa; pero los niños...

Hace muchos años, oí a Chicho Ibáñez Serrador explicar que para él, el miedo no era ver a terribles seres desfigurados con un cuchillo en la mano, sino pasear por un bosque, encontrarse con un recién nacido y que, al cogerle en brazos, sonriera y mostrara una dentadura perfecta y completa.

Mi imaginación, cómo no, tiene un juego preferido; esperar a que yo esté subiendo por la escalera de un edificio y la luz se apague antes de hora, o a que gire una esquina y me dé de bruces con una calle demasiado oscura, o a que vaya al baño de noche sin haber encendido ninguna luz, o a que me quede sola en el trabajo y máquinas y muebles empiecen a crujir... Entonces, juega a hacerme oír una inocente vocecita "señora... por favor..." y, al darme la vuelta, hace que vea a esa niña, mirándome desde abajo con sus grandes ojos, con las manos detrás de la espalda y sonriendo extrañamente. Qué frío.