domingo, mayo 16, 2004

Anuncios

Siempre me han gustado los anuncios. Me fascina la imaginación que tienen los creativos, me pregunto cómo pueden contar tantas cosas en tan pocos segundos.

Vamos, que lo intento yo y, con lo que gusta darle a la lengua, no me da ni para presentarme. Vale que hay anuncios que más que incitarme a comprar el producto, me incitan a pegarle fuego, pero es que luego aparecen esas pequeñas obras maestras que me emboban y se me pasa todo.

Unos que me gustan mucho son los de Balay. Esas señoras paseando tranquilas bajo ese sol medio naranja de última hora de la tarde, el pelo al viento y los pies descalzos, con esa música relajante y esos señores que les ponen la alfombra delante, les tapan los ojos para que no se deslumbren, o les empujan el columpio.

Hace poco, David me preguntaba cuáles serían mis vacaciones ideales. Pues eso, estar en un anuncio de Balay una temporada. Si de repente no sabéis de mí, será que he encontrado el modo de reducirme y atravesar la pantalla. Ays, qué relax…

Aunque también confieso que me encantan los publireportajes que hacen de madrugada. Toda esa gente desinteresada explicando emocionada las ventajas del producto, ese repetir y repetir lo mismo, por si no te habías enterado, esas demostraciones increíbles y esas impagables conversaciones entre los que lo presentan “Y sabes, Mary? Aún no lo has visto todo!”, “Oh, John, no me dirás que va a poder también con esto!”. Qué lástima que tenga siempre la visa a la última pregunta, que si no, tendría el vientre plano, la casa limpia, cama para los invitados y una salud de hierro. Es lo que tiene ser rico.

Hablando de anuncios, le prometí a Sergio, un chaval muy majo que conocí el fin de semana pasado, que publicitaría por aquí su página web. Es un fan de Fanhunter (valga la redundancia) y se ha trabajado unos gráficos muy apañaos. Como se quejaba de que tiene pocas visitas, le dije que yo tenía un montón de amigos frikis que estarían encantados de pasearse por su sitio. No me haréis quedar mal, verdad?

miércoles, mayo 12, 2004

¿Quién dijo miedo?

Una vez fui a esquiar, una sola, cuando tenía 17 años. Mi novio de entonces, que había aprendido a esquiar antes que a caminar, me enseñó a ponerme los esquís, me dijo “Esto es la cuña y sirve para frenar. A ver... así... vale” y añadió ”Vamos al telesilla”.

Como soy muy previsora y pensé que si se me caía un esquí desde allí arriba igual le daba a un cervatillo y ya me veía torturándome el resto de mi vida (que desde que vi la película soy muy sensible para eso de los bambis), opté por montarme en el aparato ése con los esquís en la mano. Al sentarse, el telesilla efectuaba un súbito movimiento hacia abajo para elevarse después con un airoso deslizamiento de esquís en la nieve. Si los llevabas puestos, claro. En caso contrario, se te clavaban los pies en el suelo y el primer empujón del banco volador servía para incrustarte de morros en la nieve.

Cuando conseguí levantarme con ese gesto garboso del lo hago siempre (en el que tengo tanta práctica), me volví a montar (esta vez levantando los pies) y me planté en el inicio de la pista elegida por mi novio.

Cuando vi la pendiente que tenía delante se me pusieron los pelos un poco de punta. Qué distintas que son las cosas según la perspectiva; desde abajo, la pista de principiantes me había parecido incluso amable, pero desde allí... dios, aquello no era una bajada, era un acantilado. Ni cuñas ni gaitas, sólo se podía bajar rodando. Seguramente, los presentes ese día en la pista todavía recuerdan el espectáculo; yo arrojándome desesperada a la nieve cada medio metro, para no matarme, y él arriba y abajo, girando las caderas, esperándome, con esa soltura insolente de los esquiadores casi profesionales.

Luego, para mi tranquilidad, me enteré de que a mi novio se le había ocurrido la genial idea de que el mejor sistema para aprender era llevarme, así de entrada, a una pista negra. Y vaya si aprendí... a escaquearme.

Mi novio de ahora es muy distinto, Él no me haría nunca una cosa así. Vamos, ni loco. Él sólo me lleva a edificios y hospitales habitados por cosas con piernas en la cabeza que escupen, niñas sospechosas y... hmm... entes? con unas espadas que... buf! Pero no me deja sola, se queda en la puerta vigilando y me avisa si aparece el peor de mis terrores ”¡que viene un pollo!”.

sábado, mayo 08, 2004

Mano dura

Durante estos cuatro días vuelvo a ser la más deseada y la más odiada, simultáneamente, del mundo de la viñeta; la señorita Rottenmeyer de acreditaciones.

Eso sí, después de tantos años, ya no me engaña nadie. A mí que no me venga uno con su acreditación perfectamente colocada e intente hacerme creer que es autor ¡mentira! Con el tiempo he comprobado que no hay ni un autor que haya recibido la acreditación y, en todo caso, que no la haya olvidado en casa, perdido, o que no se la hayan un par de veces. También he constatado que ser autor conlleva cambiar cada año de domicilio y, a la vez, incapacita para comunicar el cambio. Pero son tan monos… hay que verlos, con esas caritas de angustia, intentando convencerme, dispuestos a vender a su madre para que les crea y les dé una de ésas cartulinas de colores que reparto.

Luego están los periodistas, tan distintos y tan felices ellos (vale, Tindriel, algunos), pretendiendo que les acredite sin tener ni siquiera una triste tarjeta de visita que demuestre que trabajan en algún medio, y la cara de incredulidad que se les pone cuando les digo que no; hay que ver cómo me atrevo. Pero es que no saben lo mala que soy.

Para que mis experiencias sirvan para algo, un par de sugerencias o consejos por si alguna vez tenéis que enfrentaros a un palo seco como yo: una carta que diga quiénes sois y para qué queréis entrar acostumbra a ser útil, sobre todo si tiene membrete. Si esto no funciona, está El Gran Remedio: antes de ir a charlar con el acreditador de turno, os hartáis de ajo y coñac y os fumáis un buen puro. Es importante (básico) mostrarse dicharachero y charlatán y, sobre todo, acercársele mucho. Gozaréis del espectáculo de ver como se va congestionando -es lo que tiene dejar de respirar- y como su férrea resistencia va flaqueando. Y si aun así no funciona, volved al día siguiente, pero sin haberos duchado. Entráis seguro.

lunes, mayo 03, 2004

La dama del paraguas

Esta tarde, por la calle, he visto a una señora mayor. Vestía un traje muy elegante, en tonos marrones, y llevaba el bolso, los zapatos y el paraguas perfectamente combinados.

La he imaginado pensando qué iba a ponerse, cambiando las cosas de bolso con cuidado, para no olvidar nada, peinándose el moño perfecto, poniendo unas gotitas de colonia en el pañuelo. Tal vez iba a pasar la tarde con alguna amiga, o a ver a sus nietos, quizás sólo a dar una vuelta.

Andaba despacio, con ese paso corto y estirado que da la dignidad por encima del reuma; llevaba el bolso colgando del brazo y el paraguas abierto, cogido con las dos manos y apoyado en su hombro derecho.

Pero no llovía. Había llovido, pero hacía tantas horas, que en el suelo sólo quedaban cuatro charquitos rebeldes en algún rincón de baldosas rotas. Habían anunciado lluvia para todo el día, pero las rayas de cielo claro que dejaban ver las nubes decían que no ahora.

He pensado que seguramente no podía abrir el paraguas, que seguramente alguien se preocupaba por ella y, tozudo, se lo abría y se lo colocaba al hombro. Es bonito que te quieran así.