Motivos para vivir
Las bibliotecas.
Es emocionante saber que no te vas a poder acabar todos los libros, y aun así, siguen llegando. Seguir leyendo y leyendo. Siempre.
Uau
No sé qué miro en este
fijo rostro de vidrio,
pálido entre las luces
finales, y aún despierto.
¿O es mi sueño en lo oscuro?
V. Aleixandre
Motivos para vivir
Las bibliotecas.
Es emocionante saber que no te vas a poder acabar todos los libros, y aun así, siguen llegando. Seguir leyendo y leyendo. Siempre.
Uau
Batukaa!
Como ya saben los que lo practican, esto del deporte es un vicio que no te lo acabas. Supongo que será cosa de las endorfinas, pero cómo cuesta quedarse quieto, eh. Total, que tenía un huequito y me dije voy a apuntarme a batuka, que eso aun no lo he probado.
Y dura, y dura...
23 de octubre, Cora
Cora vive deprisa, como si temiera que el tiempo no le alcance para todo; supongo que por eso, apurando, decidió nacer un poco antes. Vino al mundo de cara y la comadrona dijo que sería una niña afortunada.
Cora es sentido y sensibilidad, ingenio e ingenuidad, arte, cariño, sensualidad… de pequeña se soltaba de mi mano para acercarse a tejidos suaves, acariciar abrigos de piel o esconderse tras sedosas cortinas para adormilarse frotando la tela entre sus manos.
Cora es curiosidad e ímpetu; su forma de entender la vida es lanzándose a ella de cabeza, y a pesar de las pérdidas –injustas, tan joven- que arrastra, no ha perdido la facultad de emocionarse con las pequeñas cosas.
Cora mueve sus dedos ligeros y es como si hiciera magia… con su pelo, sus ojos y su ropa combina colores, flequillos, pañuelos, brochas y cinturones, y surge como una sirena, plantándole cara al viento con su movimiento ágil y decidido.
Cora es de extremos lejanos -le gustan las películas de amor y las de terror; las chuches y echar sal a todo lo que come- y de extremada cercanía -se sienta en mi regazo y me abraza, me besa, me achucha… y me pide que le frote la espalda suavecito y ¡con uñas, con uñas!
Cora tiene la cabeza llena de por qués de respuesta imposible. Estoy a su lado y me muerdo las ganas de ir un paso por delante para allanarle el camino, porque sus lágrimas son ácido para mi corazón.
Por suerte, Cora es feliz y sólo espero la noche para llegar a casa y escuchar el tintineo de su risa ¿acaso importa algo más?
Lucas y yo, 2ª parte
Tiempo
¡Oro!
Hoy, en la tele de la estación del tren han enseñado un plato que cocinan en China y decían que vale unos 200 euros. Parece caro, pero es que resulta que uno de sus ingredientes es oro.
Una piensa que ya lo ha visto todo y sin embargo va de sorpresa en sorpresa, que mira que hay gente pallá, eh? Primero, el que se le ocurrió tan exquisito manjar, que andaría bien aburrido, y segundo, el... hum ¿snob? ¿gilipuertas? que paga eso para comérselo. Me he dejado el cofre de las joyas en casa y no puedo comprobarlo, pero juraría que el oro, sabor, lo que se dice sabor, como que no debe de tener mucho. Vamos, que donde estén unos huevos fritos con patatas o una loncha de jamón...
Si es que hay gente pa tó.
De casualidades y de Murphys
(*) Aquí tendría que aclarar lo del t2, que para eso le he puesto estrellita. Digo yo, vamos
L'àvia Cristina
Una de las personas que más he querido en este mundo y que más echo de menos es mi abuela por vía materna, l’àvia Cristina. Era una mujer menuda y rubia, con los ojos azules como el cielo y una larga melena que se recogía hábilmente en un moño. Era muy inquieta y siempre tenía algo en las manos; cosía, doblaba ropa o se agachaba para arrancar hierbajos mientras charlaba conmigo. Creía que a los demás nos pasaba igual y si me veía sin hacer nada me daba un trozo de tela para que hiciera un pañuelo cosiendo un dobladillo alrededor, no importaba si quedaba torcido, o me daba un papel y unos lápices para que dibujara. Los papeles solían ser antiguos envoltorios de paquetes; de la farmacia, de la mercería, del pan... que ella desarrugaba aplanándolos cuidadosamente con las dos manos y guardaba en un montoncito, en la cocina. Era muy ahorradora, porque había vivido la guerra.
El hecho tener su mismo nombre me hacía sentir cómplice y me unía a ella especialmente, como si hubiera cosas que sólo fueran nuestras, que los demás no pudieran entender. Por suerte pasamos mucho tiempo juntas, y los recuerdos que tengo de ella y con ella alcanzarían para escribir un libro. Su manera de andar, su risa, su peinador sobre los hombros, su tranquilizadora respiración cuando me dejaba meterme en su cama (yo solía soñar que se incendiaba la casa y tenía miedo), sus meriendas (siempre especialmente ricas), sus bromas, sus gafas (que me dejaba poner hasta que yo terminaba mareada como una sopa de tanto ver bailar el suelo), los relatos de sus diabluras de niña traviesa, sus manos –grandes, huesudas y ágiles- haciéndome trenzas…
Recuerdo especialmente los olores que la envolvían. El de los cajones al abrirlos, el de la cocina económica, el del brasero, el del pan con vino y azúcar, el del flit anti-mosquitos que tiraba con aquella mancha rellenable, el de su ropa, el de chocolate de canela…
Los olores se acomodan en rincones de nuestro cerebro y se hacen los dormidos, pero chisporrotean, más vivos que nunca, al reconocerse en algún aroma casual. Inundan nuestros sentidos y nos devuelven a sitios de los que no quisiéramos habernos marchado nunca.
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¿Quién dijo miedo?
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La dama del paraguas
La jefa de mi amiga, V (*)
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20 de abril, Mireia
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Mario
Comunicación, bailarinas y ¿zurda?
Imprescindible
La jefa de mi amiga, capítulo 666